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la "Línea Divisoria"

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Mensaje  Pícara Miér Nov 19, 2008 9:54 pm

Fue premiado el año apsado en un concurso de mi centro ^^. El tema que nos badan era el acoso escolar, y yo lo modifiqué a mi antojo XD.

Espero que os guste ^^.

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LA LÍNEA DIVISORIA

La puerta se abrió lentamente y una chica de cabellos morenos y profundos ojos azules asomó la cabeza.
- Perdón, ¿puedo pasar? – preguntó dudosa.
En esos momentos no esperaba a nadie, así que levanté la mirada del periódico y clavé los ojos en la joven desconocida. Eché un vistazo a la muchacha. Era apenas una adolescente. Calculé un máximo de 17 años. Me coloqué bien las gafas y dejé el periódico a un lado.
- ¿Tenía usted cita? – dije yo en respuesta a la pregunta de ella, cuya repentina entrada me había pillado fuera de juego.
- Sí, pero creo que me he adelantado un poco. Vine por lo del artículo – explicó ella tratando de justificar su presencia en mi despacho.
Sin prisas, busqué entre la marabunta de folios desordenados que poblaba mi escritorio. El orden jamás había sido un rasgo de mi carácter y, a pesar de los años, el tiempo no había conseguido inculcarme dicha habilidad. Al cabo de unos minutos, encontré lo que andaba buscando. Repasé con la mirada la abarrotada lista de nombres hasta reparar en el nombre de mi siguiente cita, que no estaba prevista hasta dentro de tres cuartos de hora.
Debía de ser ella.
- ¿Danielle Swan? – dije esperando su confirmación.
- Sí – respondió ella.
Asentí, dejé el folio a mi derecha, encima del periódico, y cogí mi libreta. Sonreí y la hice pasar. La chica tomó asiento en una de las sillas tapizadas enfrente de mi caótica mesa.
- Gracias por haber venido, Danielle. Sé que no es un motivo agradable, pero creo que esto ayudará a muchas personas.
Danielle asintió sin decir palabra y aguardó mientras yo desenfundaba mi pluma para comenzar a escribir.
- Bueno, Danielle. Empieza por el principio y cuéntame todo.
La chica dejó su bolso en el respaldo de su silla y tomó aire, como concienciándose del importante paso que estaba dando. Yo dejé de hablar en ese preciso instante. A partir de ese momento, me convertí en una mera espectadora y empecé a vivir cada uno de los sentimientos que una vez invadieron a Danielle.
- La verdad, no sabría qué definir como “el principio”. No hay una frontera que te indique dónde empiezan las cosas, o dónde empiezas tú a percibir que algo raro pasa. Quieres creer que eso sólo puede pasarle a los demás, que lo tuyo son imaginaciones, que eres tú la paranoica. Sin embargo, poco a poco vas dándote cuenta de muchas cosas y, si tuviera que fijar una fecha, yo diría que comenzó a los doce, trece años…

Aquel año llegué nueva al colegio. Siempre había sido de carácter introvertido y retraído y disfrutaba más leyendo un buen libro que en compañía de otras personas. Aún así, me apunté a un equipo de baloncesto, porque no quería dejar de hacer deporte, y era el único que hasta entonces había llamado mi atención y que, en su momento, llegó a apasionarme de verdad. Mi madre decía que eso podía ser un buen comienzo, y quise creerla. Ella estaba muy ilusionada con este cambio, y yo esperaba poder llenar todos sus buenos deseos para mí.
Así empecé en el colegio, ilusionada y contenta. Me presentaron a mi nueva clase, a mis profesores y a mis compañeros. Intenté mostrarme simpática y habladora, a pesar de que nunca había sido lo mío. Estaba aterrada, quería ser aceptada, pero no sabía cómo. Se me hizo el día eterno, pero supuse que era normal. Después de todo, no conocía a nadie.
En el baloncesto, las cosas no fueron tan bien como en clase. Al llegar me di cuenta que las chicas que había allí eran las mismas que las de clase. En un principio me alegré, porque así no tendría que integrarme una segunda vez. Al ser las mismas personas, supuse que todo iba a ser más sencillo.
Llegó el entrenador y nos mandó correr. Yo, sin dudarlo, acabé de atarme las playeras y obedecí. A los pocos segundos me di cuenta que había empezado a correr sola y que había varias personas que empezaron a mirarme raro. Un par de chicas se empezaron a reír y otras dijeron a gritos “¿pero qué haces?”.
Me quedé congelada en el sitio, ¿no acababa el entrenador de mandar correr? Entonces, el entrenador volvió a gritar, y ya unas cuantas se pusieron en pie y a hacer la pantomima de que estaban estirando. Ya, con el tercer grito, todas empezaron a trotar lastimeramente, como si fueran fumadoras empedernidas. Yo, con cara de sorpresa, observé cómo el pelotón pasaba por mi lado. No entendía cómo podía llamarse a eso equipo.
Una vez en los vestuarios, empezaron a hablar de cosas que yo no entendía y de personas que no conocía. Hasta que, de pronto, repararon en mi presencia. Se interesaron mucho por mí. Que si de dónde era, que si tenía hermanos, que si dónde vivía ahora. No tuve reparo en contestarles. Hasta que se enteraron de que me gustaba leer, que la tele no me interesaba demasiado, a menos que fuera una buena película, y que disfrutaba con un cuaderno y un lápiz, bien para escribir, bien para dibujar.
Entonces, descubrí que todas me miraban con la misma cara que cuando había empezado a correr segundos después de que el entrenador lo mandara. Esa mezcla de sorpresa, diversión y extrañeza. Como si estuvieran viendo un animal de circo.
De repente, de los labios de alguien se escapó una simple frase, pero era lo que todas las demás tenían en mente desde el principio.
“¡Qué rara eres!”
Quería integrarme, de verdad que quería, pero en mi interior sabía que tenían razón. Yo era “rara”. Jamás he entendido a qué se refieren todos con ese término, pero sé que lo era a fin de cuentas. Sin embargo, era todo tan abstracto, que no sabía exactamente qué debía hacer para no serlo.
Traté de no darle importancia. Después de todo, había sido un simple comentario.
Llegué a casa con el cuento de que me lo había pasado muy bien, que mis compañeros eran muy simpáticos y que me llevaba muy bien con todos, que el entrenamiento había sido genial y también le conté que las jugadoras eran las mismas compañeras de clase. Por supuesto, omití el comentario. No quería preocupar a mi madre.
Los días fueron pasando y, a ritmo pesaroso y monótono, llegó octubre. Poco había cambiado mi vida para aquel entonces. Bueno, había conseguido medio integrarme en el grupo del baloncesto. El truco era sencillo. Simplemente miraba de reojo a ver qué se suponía que debía de hacer. Era consciente de que a las chicas de mi “grupo” les daba más bien igual que yo fuera o no. Únicamente me limitaba a estar.
En clase, procuraba pasar desapercibida. Iba a mi rollo. Así ni nadie se metía conmigo ni yo me metía en problemas. Además, tampoco nadie parecía tener interés en mí.
Creo que la situación se mantuvo hasta que llegaron los exámenes. Procuré esforzarme al máximo, como se suponía que esperaban de mí. Así, conseguí nuevamente superar mis expectativas. Me sentía a gusto conmigo misma.
Pero entonces, empezaron a pasar cosas raras. En un principio no me daba cuenta. Después de todo, ¿quién quiere darse cuenta de esas cosas? No eran graves, simplemente, detalles que, una vez que desbordas, te dan qué pensar. Además, en esos momentos, cuando creo que empezó todo, yo no fui consciente de todos esos pormenores que, cuando se juntan, dejan de ser tan pequeños.
Eran cosas demasiado leves como para preocuparse de ellas cuando sucedían.
Un día me acuerdo que, cuando llegué a clase, todas estaban en un corrillo. Para aquel entonces, yo me empecé a sentir como si fuera una presencia non grata, pero quería creer que eran cosas mías. Entonces, cuando me fui a unir al grupo, todas a una se alejaron de mí, cruzaron la calle y volvieron a formar el corro en el otro externo.
“Es una broma”, deseé con todas mis fuerzas pero, en el fondo, me había dolido.
Crucé la calle y me puse a su lado, sintiéndome notablemente desplazada. Los escasos minutos que pasaron antes de que tocara la sirena se me hicieron interminables. Con el estridente ruido del timbre, casi sentí a mi corazón botar.
Pequeños sucesos similares a este, que parecen insignificantes, pero que me herían igualmente, fueron ocurriendo de vez en cuando. Sin embargo, yo siempre llegaba a casa fingiendo una sonrisa, disimulando tener la felicidad que mi madre quería. Después, entraba en mi habitación y me tiraba bocarriba en la cama, postura en la que era capaz de permanecer horas enteras, mirando en techo pero sin ver nada. A veces, lloraba en silencio, sobretodo por la noche, cuando sabía que nadie iba a verme ni a hacer preguntas que no quería contestar.
Mi cuarto era mi fortaleza, mi escondite, donde me sentía protegida. Mis libros, mis lápices, mi música… era uno de los pocos lugares donde no me sentía intrusa, ése, y la biblioteca. Ambos se convirtieron en mis pequeños refugios, a los que me agarré como a un salvavidas. Me sentía bien ahí, lo demás me daba igual.
Había ocasiones en que me encontraba mejor que otras. Incluso las había en las que me sentía esperanzada. Sin embargo, luego la caída se me hacía más dura, al darme cuenta de la verdad.
En una ocasión, tras una avalancha de exámenes que cada uno sobrellevamos como pudimos, incluso me llegaron a decir que por qué no suspendía alguna asignatura para así ser como todas, dando por hecho que yo no era como ellas.
Recuerdo que esa idea de “ser como las demás” rondó por mi cabeza un tiempo, pero fue desechada por mi orgullo. Me negaba a rebajar mis logros por ser una más.
El curso fue pasando y llegó el verano. Habíamos quedado para ir a la playa. Yo vivía en otro pueblo, así que mis padres me llevaron en coche hasta allí y ellas vendrían después en bus. Estuve esperando media hora hasta que me llegó un mensaje. En él decía que habían perdido el bus y que llegarían en el siguiente. No tuve problemas en esperar, por lo menos sabía que el retraso era justificado. Sin embargo, pasaba el tiempo y no aparecían. Inquieta y harta de esperar, empecé a llamarlas. Nadie cogía el móvil. Al fin, casi dos horas después de la hora en la que habíamos quedado, conseguí que alguien cogiera el teléfono, pero ni siquiera era a la que había llamado, sino su prima. Ella no sabía quién era yo, pero me dijo que la dueña del móvil no podía ponerse porque estaba en el agua…
Fue el colmo. Habían pasado de mí, literalmente. Habían preferido dar un rodeo que pasar por el lugar donde yo tenía que esperarlas…
Enfadada, cabreada, frustrada y decepcionada, cogí mi bolsa, hecha un mar de lágrimas, y me fui a casa en autobús.
Sin embargo, las cosas no se detuvieron ahí, sino que fueron empeorando paulatinamente, casi de forma imperceptible. Pasó el verano, y llegaron de nuevo las clases. A partir del suceso de la playa, procuré guardar un poco más las distancias. En clase, me dediqué a estudiar, como había hecho hasta entonces. En el baloncesto, me dediqué a jugar, ya sin mirar lo que hacían las demás, hacía lo que creía correcto. No obstante, a pesar de mi cautela, las cosas parecían estar cada vez más tensas.
Y, entonces, un día después del entrenamiento, tras salir de la ducha, descubrí que me habían quitado la toalla y la mochila con todas mis cosas. Estuve veinte minutos así, mojada y helada, sin nada con lo que secarme. Me sentí humillada e impotente. La frustración por no poder hacer nada me quemaba por dentro. No entendía por qué me hacían todo aquello. ¿Qué les había hecho yo tan grave como para merecer todas esas cosas? Era cierto que no eran agresiones, que no me hacían daño físico, pero sí dolían, dolían por dentro.
Mis cosas reaparecieron “mágicamente” al cabo de ese tiempo, sin que nadie tuviera el valor de decirme quién había sido, pero yo ya me había quedado fría. Me vestí tiritando, agarré la bolsa y me fui.
A la mañana siguiente, la tiritera se había convertido en fiebre…
Mientras estuve en la cama, a pesar de la fiebre, me dio tiempo para pensar mucho. Fue cuando me di cuenta de que lo que en un principio me pareció una facilidad, se convirtió en un problema añadido.
Las que formaban el equipo de baloncesto eran las mismas que estaban conmigo en clase, las mismas que me dejaron plantadas en la playa, las mismas que quieren que suspenda para ser como ellas, las mismas que me habían provocado la fiebre y el malestar, las mismas que se iban cuando yo me acercaba…
Las mismas…
Pero los motivos, jamás los encontré.



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P.D: Sorry, pero no me deja en una sola vez ^^".
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Mensaje  Pícara Miér Nov 19, 2008 9:54 pm

Danielle se calló de pronto, como sumida en todas esas experiencias. Su voz fue debilitándose hasta perderse en un murmullo inaudible.
- ¿Qué ocurrió después, Danielle? – pregunté con voz queda, sintiéndome como si estuviera interrumpiendo un momento importante.
La muchacha tenía la cabeza gacha y miraba a un remoto punto de la fea moqueta de mi despacho. Sin embargo, como ella ya había descrito durante su relato, estaba “viendo pero sin ver”, pues su mente estaba muy lejos.
- ¿Danielle? – insistí viendo la mirada perdida de la joven.
Ésta, levantó la cabeza y fijó sus oscuros ojos azules en mí.
- Aprendí a ser fuerte – dijo Danielle con la voz cargada de tristeza y, a su vez, de una dureza impresionante – ¿Sabe? Mi madre, cuando pasábamos tiempos difíciles, siempre me repetía una frase una y otra vez: “el tiempo dice la verdad”. Y así, el tiempo puso a cada uno en su sitio. Pero lo que viví en aquellos dos años me marcó y no podré olvidarlo tan fácilmente. Por eso decidí venir a verla y ayudarla con el artículo. Pasaron más cosas que las que he contado, pero usted me pidió que relatara dónde se encontraba la línea divisoria. Bien, ahí está esa línea. Cuando me puse enferma por culpa de la mala pasada que me hicieron, fue cuando todos mis esquemas se fueron abajo.
Asentí, comprendiendo la difícil situación que es para muchos aceptar lo que les pasa. Ese era el objetivo del artículo a fin de cuentas.
- Una pregunta, no aparecerá en el artículo, ni eso ni ningún dato personal tuyo, pero tengo curiosidad. ¿Cuántos años tienes?
- Dieciséis – respondió ella.
La observé en silencio y bajé la cabeza hacia los folios que acababa de escribir, releyendo algún que otro pasaje de su historia. Finalmente, puse el tapón a mi estilográfica y guardé los folios a buen recaudo en un cajón, el único sitio donde sabía que no los perdería.
- Nuevamente, muchas gracias por tu colaboración, Danielle. Me pondré en contacto contigo en un par de días – dije dando por concluida la entrevista, que había sido mucho más sustanciosa de lo que yo había esperado en un principio.
Parecía que Danielle había estado pensándoselo mucho antes de venir a verme.
- Espero haber sido de ayuda – contestó ésta mientras se levantaba y se ponía la chaqueta.
Despedí a la muchacha y observé, incapaz de apartar la mirada, cómo salía de mi despacho. Sin embargo, rectifiqué mi opinión acerca de ella. La chica que salía por la puerta no parecía tener sólo dieciséis años. Había demasiada madurez en sus ojos, madurez adquirida por los malos momentos.
“El tiempo dice la verdad”.
Sí, Danielle tenía razón. Lo malo era que a veces tardaba demasiado.
Entonces, antes de que la puerta se cerrara completamente, la volví a llamar:
- Danielle.
La chica se volvió.
- ¿Y ahora? – dije sabiendo que ella entendería lo que yo quería decir.
La muchacha sonrió, reconfortándome por el sentimiento que me presionaba el pecho desde que había escuchado sus palabras.
- Ahora todo está bien.
Y la puerta de mi despacho se cerró definitivamente.
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Ahí esta lo que faltaba. lo siento... Escribo demasiado XD.
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Mensaje  Bipa-C Miér Nov 19, 2008 10:16 pm

Me encanta!!!!! T lo prometo está genial! eres una gran escritoraa!!! bueno no nos conocemos pero te juro que me ha gustado mucho mucho!!
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Mensaje  Alethia Miér Nov 19, 2008 10:36 pm

Digo lo mismo, me ha encantado de verdad Very Happy

Fire kisses
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